Sanatorio

Llovía, recuerdo que llovía muchísimo. Todo el Paseo de Sancha estaba embarrado, como siempre ocurría cuando estas lluvias torrenciales atacaban Málaga. Anita entró en el office, empapada, la miré, me miró, nos reímos. La pamela de color rosa que llevaba cubriendo un bonito peinado de tirabuzones se le había desparramado sobre la cara.

 

- ¡No había día!, ¡no había día para que lloviera!, tenía que pasar justo hoy, y justo ahora que venía a tu casa. Pero ¡si vivo enfrente! ¿Cómo puede ser que haya caído semejante tromba de agua en un minuto?

 

Anita de Sckeltz vivía en la casa de enfrente, junto al Callejón de Domingo. Era un palacete que su abuelo había mandado construir hacía ya 50 años, diseñado por quién daba nombre a la calle, José María de Sancha. Era muy lujoso, uno de los mejores de toda La Caleta. Una gran escalinata semicircular en el jardín daba acceso a un recibidor y, frente a él, otra escalera, esta vez de mármol, con bellos estucos en paredes y techo. Entre su casa y la mía había poco más de 50 pasos, pasar la cancela y resguardarse en el porche.

 

- Cuando ya creía que estaba a salvo en tu porche, me he ido a parar justo debajo del canalón y un caño de agua me ha dado en toda la cara y ¡fíjate!, decía mientras giraba sobre sí misma dejando ver todas sus ropas mojadas.

 

Se quitó la pamela y la tiró al suelo con desgana, se acicaló como pudo la cara y se sentó en el sillón del fondo junto a la ventana. Miró por ella y refunfuñó:

 

- ¡Y ya no llueve! ¡Increíble!

- Bueno, y después de todo este espectáculo, dime, ¿Qué querías? 

 

Su gesto cambió, su cara de iluminó, sus ojos brillaron y como una niña pequeña relatando un plan se dispuso a explicarme el asunto.

 

- Me acaban de invitar a una cosa que nunca imaginarías.

- Otro baile no, ¡por favor!, sabes que no puedo con esos bailoteos pomposos, ¡ya no estamos en el siglo XIX! Esto es el siglo XX, ¡por el amor de Dios!

- No, no, tranquilo, ya sé lo que te gustan los bailes de sociedad, muy divertidos y elegantes, por cierto, - añadió con recochineo. De hecho, esto es puro siglo XX, esto es modernidad, ¡esto es futuro!

- ¡Vaya! esto es nuevo, ¿tú interesándote por la modernidad? No me digas que hay algo en el Círculo Mercantil sobre aviación. La semana pasada leí que iba a haber una ponencia sobre el vuelo que hizo Latècoère en Málaga en 1919. 

- No, no, digo algo ¡interesante y divertido!

 

Refunfuñé, puse cara de desagrado y con los ojos le di pie a que continuara su historia mientras yo enfocaba mi mirada en los cientos de papeles que tenía sobre el escritorio.

 

- Es algo que ya se lleva haciendo en los Estados Unidos desde hace muchos años pero es la primera vez que lo van a hacer aquí en Málaga y solamente unos pocos privilegiados serán los elegidos, y ¿adivina quién ha sido una de ellos?, y ¿adivina a quién quiero llevar como acompañante?

 

Se hizo el silencio, esperé a que dijera algo más, pero se calló. Levanté mi mirada y la vi con los ojos como platos esperando que yo preguntara.

 

- ¿A quién quieres llevar como acompañante? dije con desdén y retintín.

- ¡A ti, so' tonto! Es mañana a las siete de la tarde. Ponte tus mejores ropas que lo vamos a pasar muy bien.

- ¿Eres consciente de que, dentro de toda la pompa y grandilocuencia que le has dado al tema, no me has dicho de qué va la historia?

- ¡Ah, sí! Es verdad.- rió. Pues se trata de una visita a la Finca San José.

- Ya he estado allí cientos de veces, recuerda que fue de mi tío un tiempo y prácticamente me he criado allí.

- Sí, lo sé, pero es que vamos a ir de visita al sanatorio, los Hermanos de San Juan de Dios hacen visitas guiadas y ¡vamos a ir a ver a los locos!, vamos a ver qué hacen, cómo se comportan y nos van a enseñar cómo viven allí.

- Es una idea demasiado esperpéntica incluso hasta para ti.

- ¿Por qué? Esto es ciencia ¿eh? ¿Sabes que Dickens, al que tanto admiras, solía visitar todas las "Casas de Locos" de las ciudades a las que viajaba? Decía que se aprendía mucho de una cultura viendo como trababa a sus enfermos mentales. Y además, como te he dicho, ya se hace en Estados Unidos y está siendo un éxito, y también así se sacan un dinero para ayudar a los internos y mantener las instalaciones.

- ¡Ah! que ¿encima hay que pagar para eso? Y esos locos de los que hablas, son personas, no son animales de feria a los que ver como si pasáramos la tarde en las variedades de la Alameda viendo a los saltimbanquis.

- ¡Venga! ¡vente!, seguro que lo pasamos bien.

 

Después de unos minutos y para que me dejara en paz, accedí.

 

- Bueno, vale, ¿a qué hora me has dicho?

 

 

Estancia

Aquella verja me sonaba, me parecía recordar haber pasado por ella muchas veces, pero siempre estaba abierta, nunca cerrada y con vigilancia como ahora. Cada vez que me paseaba por los jardines y me acercaba a la capillita que había junto a la entrada, un guardia salía a mi paso y amablemente me decía que volviera a mi habitación. 

 

- ¿Qué habitación? ¿Acaso vivía yo allí? ¡Sí, así era! ¡Yo vivía ahí! ¿Cuánto tiempo? No lo recuerdo ¿Por qué llegué? Tampoco lo sé. Cuando el guardia me guió con la mano, yo intenté responderle, pero nada salió de mi boca.

 

El hombre, conocedor de mi dilema y con gesto afable, me volvió a marcar el camino y dijo:

 

- Venga, Luis, ¡a la habitación!

- ¿Luis? ¿Quién era Luis? ¿Me llamaban así? Yo me llamaba Tito, criado en Plaza Mamely y forjado en el Pasillo de Santo Domingo. ¡Ay!, ¡cuántas tardes pasé jugando con los chaveas después de las clases en Puerto Parejo! 

Yo no soy Luis, soy Tito, so' imbécil, pensé, pero solamente pude mirarlo y no decir nada más. 

 

De camino a mi habitación, mi mente no dejaba de dar vueltas: "Luis, Luis, ¿Quién era Luis? Yo me llamo Tito, ¡Tito! y soy de Plaza Mamely". Pasé frente a la escalinata del imponente palacio renacentista en el que vivía. Decían que había sido de un gran señor de Málaga, aunque no me preguntes el nombre, no me acuerdo. Por dentro era hermoso, pero siempre se escuchaba un murmullo constante, que no por ser casi imperceptible era menos molesto. Allí no encontrabas la paz y siempre sentías que te tenían bajo vigilancia. Mi vida era bastante monótona. Como digo, no recuerdo ni cuándo ni qué me trajo aquí, sólo que me llamaba Tito y me había criado en Plaza Mamely. 

 

Me agarré al remate con forma de piña de la baranda de la escalera y empecé a subir. El mismo camino, hoy, ayer, antes de ayer, el mismo mañana, dentro de un mes y el mismo Dios sabe hasta cuándo. Al llegar al recibidor superior, giré a la derecha y llegué a la pequeña salita de lectura con sillones de terciopelo rojo y solerías de ricos mármoles blancos y negros, suelos que el Hermano Paco Jesús mantenía brillantes como una patena.

 

- ¿Cómo vas hoy Luis? - dijo amablemente.

- ¡Otro!, pensé. ¿Quién es Luis? ¡Tito! ¡Tito!, y continué mi paso mientras él me seguía hablando.

- ¡Intenta recordar!, recuerda que tienes una vida que vivir, intenta recordar que tienes tu vida y solamente tuya, no de otros.

- ¡Otra vez aquello! Siempre que podían, me repetían aquella frase; Recuerda que tienes una vida que vivir. Esa frase retumbaba en mi cabeza una y otra vez. ¿Qué le pasaba a todo el mundo? ¿Qué buscaban? ¿Volverme loco? 

 

Locos estaban todos los que me rodeaban, una jaula de idiotas y retrasados que no paraban de hacer locuras. Una vez, un tal Ramiro le metió un 'bocáo' en la garganta a un tal Josefo, porque decía que por la noche había ido a su habitación, se había colgado de las cortinas y había pasado toda la noche vigilándolo boca abajo como un murciélago. ¡De locos! Pero yo estaba allí porque no tenía a nadie en este mundo, pero estaba ¡cuerdo!

 

Me recosté en la cama. Mi habitación me gustaba, era sencilla pero acogedora. La cama estaba bien, tenía una mesita de madera con un silloncito de color verde la mar de cómodo y podía estirar los pies para reposar en un banquito. La planta de florecillas rojas que tenía sobre la mesa empezaba a estar mustia, no había forma de revivirla por más que la regaba, ¡Qué gracioso! empezaba a estar como yo y no iba a mejor. Sin embargo, ¡yo!, Tito, criado en las callejas empedradas de El Perchel, sentía en mi interior que merecía algo más lujoso que aquella sala, recordaba algo en mi cabeza; lujos, sofás de ricas telas y grandes mobiliarios hechos a medida, ¡incluso alguien que me servía la comida! 

 

- ¡Jah!, di una carcajada. Al final todos estos me van a acabar volviendo chaveta. Reí durante horas hasta que sin darme cuenta, me dormí.

 

 

Esperpéntico

Allí estaba, San José, tal y como la recordaba; algo más dejada, los árboles algo más crecidos, pero en esencia, igual. Llegamos allí en un Roamer de color verde, éramos unas seis personas, apretujadas en aquel cochecito. Nos bajaron a todos de golpe, Ana fue la última en bajar y en sus ojos se veía ese brillo de alguien que va a descubrir algo por primera vez.

 

Dos enormes jarrones de hierro con sendas palmeras flanqueaban la subida de la escalinata y una columnata de cuatro columnas dóricas cubrían el amplio recibidor. El silencio del lugar se rompía con el cantar de los mirlos y gorriones que revoloteaban por el jardín y una ligera brisa se colaba entre las ramas de los ficus y palmeras creando un ambiente muy apacible. Eso quedó roto en un segundo por el fuerte sonido del claxon del coche, que nuestro chofer había hecho sonar a modo de despedida. Todos dimos un respingo sobresaltados.

 

Cruzamos el umbral, y allí nos esperaba un tal Don Miguel Prados. Se nos presentó ataviado con bata blanca y nos dijo que era el Médico Director de la Institución. Parecía un hombre serio, capaz y sensato; quizás la visita no había sido tan mala idea y pudiera aprender algo sobre los avances médicos en el campo de la mente. Mientras aquel hombre hacía una breve introducción a la psiquiatría, a los avances realizados en los últimos años, algunos de los cuales se habían producido entre aquellas cuatro paredes, y se vanagloriaba del cuidado extremo de los imbéciles y alcohólicos, yo me perdía por los detalles de la sala. El gran rosetón del techo, la gran chimenea de mármol negra, todo me sonaba, ¡cuántas veces había pisado y correteado esas salas cuando era pequeño y estaba de visita en casa de mis tíos! 

 

¡Un grito! ¡Y otro! y después un desgarrador lamento nos sacó de la paz de aquel momento. Todos dirigimos nuestras miradas hacia el salón de la derecha. Un hombre, vestido con camisa blanca y pantalones marrones se encontraba de pie en el hueco de la puerta; nos miraba, gritaba, lloraba o se reía indistintamente. Nos miraba o eso parecía, porque sus ojos mostraban un vacío que no podía describir. ¡Vaya carta de bienvenida! pensé. El hombre se retiró pacíficamente acompañado por dos Hermanos Juandedianos.

 

 

Curas de todo mal

Aquella mañana empezaba tranquila, y como siempre, antes del alba. No teníamos horario para levantarnos, pero siempre el grito de algún interno te levantaba sobresaltado a tempranas horas y ya cualquiera paraba dormido. El Hermano Paco Jesús pasaba con su escoba barriendo los pasillos y como quién no quería la cosa golpeaba las puertas para despertarnos, aunque para entonces ya estábamos todos en pie. Abrí los postigos y me asomé por la ventana, el jardín exhalaba un frescor que inundó toda la sala y mis pulmones. ¡Aquello era el paraíso! aunque a veces se pasaba mal. El Hermano Andrés, ¡ay!, él hacía descender la imagen afable de todos los Hermanos Hospitalarios en el más horroroso de los infiernos. Era un ser cruel, una persona repulsiva y un verdadero demente. Disfrutaba de los duros tratamientos que se suponía que nos hacían para curarnos, aunque como decía, no sé que intentaban curarme a mí, yo solamente estaba solo; el pobre Tito criado en Plaza Mamely, pero ¡cuerdo! Y aquella mañana me tocaba verlo. 

 

Bajé la escalera camino al comedor y al llegar al recibidor, la gran chimenea de mármol negro estaba encendida y pensé:

 

- ¿Veis como estáis todos locos? ¡Con la calor que hace, y vosotros con la chimenea encendida! ¡Soy el único sensato en este manicomio!

 

Ensimismado en la chimenea no me percaté de que delante de mí había un hombre y choqué contra él. Al girarse, vi que era el Hermano Andrés, que con su cara de mala leche de siempre, alzó la mano y me cruzó la cara de un tortazo:

 

- Luis, ¡mire usted por dónde va! ¡Está siempre como en otro mundo! ¡Vuelva en sí de una vez, Don Luis!

- ¡Otra vez aquel nombre! ¡¡Tiiiiito!!, me entraron ganas de decirle, ¡yo soy Tito!, criado en Plaza Mamely. Pero, como siempre, ninguna palabra salió de mi boca y solamente agaché la cabeza intentando ocultar las lágrimas que corrían por mis mejillas.

- Le espero en una hora para el baño, ¡Don Luis!

 

Crucé la sala de billar. A esas horas estaba vacía. El techo, con artesonado de madera, dejaba ver intrincados diseños neomudéjares, y el papel pintado de color rojo resplandecía con furor a esa hora de la mañana cuando el sol entraba por los tres grandes ventanales que tenía. La mesa de billar estaba vacía y solamente un hombre, al que llamaban "El Roío", porque siempre estaba royendo algo, estaba balanceándose en la butaca que había junto a la gran chimenea de piedra blanca.

 

Entré al comedor, de un estilo parecido a la sala anterior, pero esta habitación sí estaba atestada de gente. En el centro, una gran mesa de caoba con una enorme plancha de mármol gris sobre ella, y a su alrededor, todos los compañeros. Todos podíamos servirnos lo que quisiéramos, siempre bajo la atenta mirada del cocinero, que nos vigilaba desde un rincón. 

 

La hora de la comida era una de las peores para mí. Cuando me sentaba, siempre lejos de todo ese atajo de 'desquiciaos', acababan rodeándome soltando sandeces por sus bocas, cosas sin sentido, frases repetitivas e intentando hacerme explotar. Yo intentaba responder, pero nada salía de mi boca. Di el último bocado a mi desayuno y salí presto de allí, dejando atrás el barullo formado con el cocinero, que había llamado la atención a uno de los internos porque lo había pillado con alguna bebida prohibida. 

 

¡Nada de alcohol!, esa era una de las normas principales. Entre los locos, había otros locos; los del alcohol, los obsesivos o los histéricos, y por el bien de todos, todo aquello que hiciera perder el control estaba prohibido.

 

Me dirigí de nuevo a mi habitación y me crucé con un par de técnicos que reparaban la instalación eléctrica que recorría el pasillo. La noche de antes, uno de los internos la palmó a eso de las dos de la madrugada. Se levantó de su cama y no tuvo mejor idea que salir al pasillo y agarrarse en los cables de hierro de la corriente, muriendo en el acto electrocutado. Según dicen, se lo encontraron con la cabeza ardiendo, aunque quién sabe si es verdad, con la maná de chaláos que tenemos aquí. 

 

Ya en mi habitación, me cambié de ropa y preparé el permiso para pasar el día fuera de mi habitación. Cuando tenemos un baño establecido, pasamos el día fuera de los cuartos, porque los tratamientos de hidroterapia suelen durar muchas horas. Bajé al semisótano y llamé a la puerta. Esperé a que me abrieran y allí estaba el Hermano Andrés, mirándome desde el fondo de la sala. Con su mano me hizo un gesto para que me acercara. 

 

La sala era alargada, con un alicatado de azulejos blancos hasta la mitad de la pared y un par de ventanucos en la parte alta de los muros que dejaban pasar una luz tamizada. A un lado de la sala se abrían las puertas de los vestuarios y, frente a ellas, una hilera de seis bañeras y cuatro duchas. Tanto las bañeras como las duchas se encontraban sobre unas rejillas que servían de sumidero para el agua. Por todas las paredes corrían una multitud de tuberías de plomo que acababan en un pequeño grifo en cada bañera y en las alcachofas de las duchas. Normalmente en esta sala no había mucha gente, ya que la hidroterapia era algo excepcional para tratar dolencias concretas, ¡no sé cuál era la mía ni por qué me la hacían! y además costoso, ¡tampoco sé quién pagaba todos esos tratamientos!, yo no era y familia no tenía...que yo supiera. Cuando llegué a la altura del Hermano Andrés, me saludó de nuevo.

 

- ¡Buenos días de nuevo! Don Luis, ¿cómo se encuentra hoy?

- ¡Tito!, Con la cara dolorida, gracias a ti, pensé en decirle, pero nada salió de mi boca.

- Muy bien, desnúdese, Don Luis, y colóquese tumbado en la bañera, Don Luis.

 

Este hombre era un maestro de la tortura, cuando averiguaba el punto débil de algún interno, no dejaba de torturarlo todo el rato, y a mí no dejaba de llamarme Luis. Supongo que veía como cambiaba mi rostro cada vez que lo decía y disfrutaba maltratándome. Hice lo que me dijo y me hundí en el agua. ¡Estaba congelada!, pero más que nunca.

 

En estos baños, a veces el agua estaba muy caliente y otras muy fría. Nunca supe por qué lo hacían aunque una vez escuché por ahí que cuando te metían en agua helada era porque querían que el cerebro empezara a funcionar. ¡Mi cerebro funcionaba estupendamente! 

 

El caso es que allí estaba, tiritando de frío, y tapado hasta la cabeza, y allí me quedaban seis horas más. Seis horas en las que no podía hacer nada, seis horas en las que lo único que podía hacer era dar vueltas a la cabeza, pensar, pensar y pensar. Cosas que iban y venían, cosas que parecían estar en una brecha en mi cabeza y me enseñaban una realidad ajena a la que estaba viviendo pero ¿Qué era aquello?

 

 

Paseo

Sala tras sala Anita iba como esperando encontrarse algo especial, ella no lo decía pero yo sabía muy bien lo que esperaba: ver a otro loco. Esperaba encontrarse de frente a alguien como el primero que vimos, esperaba ver a algún perturbado hacer alguna chaladura y disfrutar como una niña del pobre destino de aquellos desgraciados que como presos en una cárcel, vivían ajenos a la realidad "real" que vivían el resto de humanos. Y allí estábamos nosotros, actores en ese bochornoso paripé pseudocientífico. 

 

Conforme el doctor nos iba explicando algunos tratamientos y entrábamos en salas con enfermos desparramados y ensimismados en ellos mismos, me di cuenta de la profunda tristeza del lugar. Aun teniendo todos los avances médicos disponibles y aun estando atendidos en todo momento de dolencias desconocidas, no podía dejar de sentir una profunda sensación de abandono por parte del Señor. ¿Por qué Dios permitía a esta gente estar así?¿Acaso no merecían tener una vida como el resto de los mortales? ¿Por qué estaban condenados a vivir en una realidad que sólo era entendida por ellos mismos? Su realidad era real, sus vidas eran reales para ellos pero no encontraban a otras personas que la vieran así, y he ahí su propia tortura: ser incomprendidos y la soledad que eso conllevaba.

 

Salimos al jardín y disfrutamos de los bellos ejemplares vegetales y el gran invernadero acristalado que servía de retiro para los internos que cuidaban las plantas más delicadas. Un paseo por el estanque escuchando a los pájaros, el rumor del agua, el sonido de los patos y el bello paisaje natural del fondo con sus cipreses que se alzaban negros hacia el cielo te sacaba una sonrisa placentera aunque a Ana se la veía apagada. 

Ella se lo pasaba mejor viendo a los locos que en ese paraíso natural, y de hecho, soltó alguna que otra impertinencia mientras estábamos por allí.

 

- Oiga, doctor ¿y no cree que algún loco nos puede estar acechando por aquí entre los arbustos?

 

Le di un fuerte codazo ante lo inoportuno de su comentario, aunque el doctor la toreó de una manera más correcta, cambiando de tema rápidamente.

 

Entonces, aquella paz se vio rota por un grito desgarrador. Al segundo, una mujer ataviada con ropa de cocina corrió hacia nosotros buscando al director.

 

- ¡Doctor Prados!, alguien se quiere tirar desde la azotea. ¡Venga!, ¡Rápido! por favor. 

 

Todo los asistentes a aquel extraño tour se sobresaltaron y se llevaron las manos a la cabeza, una mujer de gran tamaño casi se desmaya presa de un ataque de pánico y Ana, como movida por un resorte, pegó un salto y sus ojos volvieron a adquirir aquel extraño brillo de emoción.

 

 

Paz y sosiego

Eran las cuatro, y yo andaba como desnortado. Después de más de seis horas en hidroterapia mi cuerpo casi no me respondía y normalmente necesitaba una media hora para que mis miembros se desentumecieran. Después de los baños, necesitaba volver a conectar con el mundo, y pasear por el jardín me ayudaba mucho.

 

Bajé como pude una de las dos rampas con balaustradas que conectaban el palacete con el jardín y me senté a los pies de la imagen de San Lorenzo que se encontraba en una hornacina rodeada de una buganvilla que estaba siendo podada por el jardinero.

 

- Muy buenas tardes, Luis, ¿cómo va todo? ¿Ya estás por aquí?

 

Me mordí la lengua de la rabia, ni siquiera levanté la mirada y me senté en un banco. Allí estuve unos minutos, meditando. ¿El qué? No sé. Mi cabeza no podía recordar muchas cosas. Nacido en Plaza Mamely y habiendo vivido en la calle, supongo que mis vivencias no me habían marcado demasiado como para que tuvieran un hueco en mi cabeza, pero ¿Qué ocupaba entonces mi cerebro si no tenía esas vivencias? ¿Ocultaba cosas a las que yo no podía acceder? y de ser así ¿Cuál sería la clave para descifrarlas? 

 

Meditabundo me puse a andar, crucé el puentecito del lago y me retiré a la pequeña rotondita ajardinada en cuyo centro una columna con un niño con cántaro lanzaba el agua a un estanque. El sonido del agua me ayudaba a dejar de pensar, un poco al menos.

 

 

Sanando

El Doctor Prados nos avisó de que la visita había concluido y salió corriendo como alma que lleva el diablo de vuelta al palacete. El grupo se disgregó, mientras unos corrieron hasta la entrada principal para esperar al coche que los llevaría de vuelta a casa, otros se quedaron allí y corrieron tras el médico esperando presenciar aquella aberrante situación. Y ¡cómo no!, yo fui uno de ellos, arrastrado por mi querida amiga Ana, que incluso esbozaba una sonrisa en su rostro. Sentí un escalofrío y cierto rechazo ante esa forma de actuar, ¿Por qué ese interés por lo macabro? ¿Por qué esa fascinación por la pena y el sufrimiento ajeno? 

 

Allí estábamos, en la explanada frente al palacete que hacía unos minutos era  un remanso de paz. Una gran multitud estaba allí congregada, entre internos o curiosos, trabajadores del sanatorio. Arriba, encaramado a la cornisa de piedra de la azotea, el hombre de camisa blanca y pantalones marrones que se nos cruzó al comienzo de la visita. Se reía amargamente. 

Abajo, unos Hermanos de la Institución y el médico, que se acababa de incorporar.

 

- Antonio, por favor, ¡no hagas nada! No vale la pena, déjanos que te ayudemos. Gritó uno de los Hermanos.

- Hermano, respondió, ¿No se da cuenta de que no necesito ayuda? No tengo nada y lo tengo todo ¿Qué es lo que me pasa? ¿Lo sabe usted? No. ¿Lo sé yo? Tampoco. Solamente sabemos una cosa y es que no hay cura para lo que yo tengo. 

 

Empezó a llorar amargamente, con una pena tan honda que se me encogió el alma. Esa persona realmente estaba sufriendo, realmente estaba cansada de existir sin saber que mal le aquejaba.

 

- Siempre hay una razón para estar vivo, Dios nos insufla esa energía que necesitamos, Antonio.

- Dios no me quiere y no encuentro esa energía de la que habla, ¿Dónde está cuando le llamo? ¿Dónde está cuando paseo por estos jardines? Dijo mientras con su mano señalaba a su alrededor. ¿Dónde está esa paz que busco y no encuentro? ¿Por qué este dolor? Lloró con más fuerza y pareció abalanzarse hacia adelante para tirarse, lo que hizo que la multitud ahogara un grito.

 

Entonces el médico habló: 

 

- ¡Tito! ¡No! Hemos hablado muchas veces, lo sabes, sabes todo lo que todavía tienes que vivir, sabes que podrás salir adelante, y vamos a ayudarte, pero tienes que bajar de ahí y hablamos, ¿vale?

 

- No hay remedio Señor Prados Such. Mi mal, que no sé si es mal o no, no tiene cura. Dios no me asiste, la especie humana me rechaza y a aquellos que intentan echarme una mano los aparto porque no pueden ayudarme. ¿Qué me queda? Sin familia, sin pasado, con este presente ¿qué futuro me espera? Pasar mis días en este lujoso palacio con grandes jardines haciendo ¿qué? ¡Preso en una jaula de oro!

 

Dirigí la mirada a mi alrededor y vi como los asistentes estaban llorando desconsoladamente y me sorprendí al ver como mis ojos se empañaban y yo era uno de ellos. Todos lloraban, menos una, ¡ella! Anita miraba fijamente a aquel pobre hombre, como quién lee atentamente una historieta de esas de los papeles, había un fuego en lo más profundo de su mirada que me dejó helado.

 

- ¡Necesito silenciar la mente!, necesito que esto pare, decía mientras se agarraba la cabeza con fuerza como queriendo estrujarla.

 

Pareció serenarse, se enderezó en la cornisa, se puso recto, se arregló la ropa, cerró los ojos y alzando la cabeza al cielo dijo: 

- Soy Tito, criado en Plaza Mamely y forjado en el Pasillo de Santo Domingo y aquí empiezo mi nueva vida. Y saltó.

 

 

El regreso

Di un bote y me desperté, Miré a mi alrededor, descolocado, intentando ver dónde me encontraba. Allí seguía, sentado frente al amorcillo con el cántaro y su perpetuo murmullo de agua. Había oscurecido y el sol ya no iluminaba las copas de los plátanos de sombra del lugar, me había quedado dormido allí mismo pero debía regresar a mi habitación si no quería que los Hermanos organizaran una batida para buscarme. 

 

Andando, pensativo y mirando al suelo volví a subir la rampa para alcanzar la escalinata del palacio y me paré. Fue algo automático, mi cabeza seguía mirando al suelo aunque mi mirada no miraba la tierra amontonada bajo mis pies, sino más allá. Mis ojos miraban la tierra pero mi mente estaba escudriñando algo en el interior de mi cabeza. Mi corazón latía con fuerza. Dejé pasar unos minutos a ver si conseguía descifrar que era, pero no lo logré. 

Me desbloqueé y entre al zaguán, no sin antes volver mi vista atrás y observar el punto donde me había quedado parado. Todo estaba tranquilo, apacible, los grillos ya se escuchaban entre la vegetación pero aquel punto en concreto, tenía algo.

 

Nada más entrar al hall, con su chimenea encendida como siempre, el Hermano Samuel salió a mi encuentro.

 

- Don Luis, ¿está usted bien?

 

Yo no pude decir nada, solo mover la cabeza afirmativamente.

 

- Prepárese para dormir, mañana temprano tiene una visita.

- ¿Una visita? ¿Yo?, pensé, reflejando en mi rostro esa duda, a lo que Samuel me respondió:

- Sí, y seguramente le será muy grata. Así que descanse por hoy.

 

Me retiré a mi alcoba y, durante la noche, algunas extrañas memorias me asaltaban pero nada tenía sentido. A las siete de la mañana, ya en pie. Ese cúmulo de extraños pensamientos no me dejaron conciliar el sueño y el saber que iba a tener una visita tampoco ayudaba. Que yo recordara, nunca había venido nadie a verme, no tenía familia o amigos en el exterior, ¿Quién sería? ¿Para qué vendría? 

 

Me puse la misma ropa de siempre, ¿para qué cambiar? Repasé la camisa blanca con la plancha y sacudí mi pantalón marrón un par de veces para quitarle un poco las arrugas y al paso de la escoba del Hermano Paco Jesús salí al rellano. 

 

La sala de visitas se encontraba en la planta baja. Era una sala amplia y alargada, que antiguamente era usada como salón de baile. Un gran espejo en uno de los lados era la única decoración, junto a las dos lámparas que colgaban del techo. El mobiliario era sencillo; mesitas y silloncitos a juego que servían para que las visitas divagaran durante algunas horas. Miré a mi alrededor buscando a alguien conocido o que estuviera esperando, no vi a nadie. El Hermano Juan, encargado de las visitas, me avisó que aún no había llegado mi visita, y que me sentara junto al espejo. Eso hice.

 

Al rato, una mujer rubia, esbelta, con tirabuzones aunque con el cabello algo descuidado, cara de cansancio y buenos ropajes, se presentó ante mí. 

 

- Hola, dijo cabizbaja y un hilillo de voz casi imperceptible.

 

Extrañado, intenté balbucear algo pero no pude, solamente asentí con mi cabeza.

Ella se sentó despacio, se arregló la chaqueta abotonada que llevaba, se retiró un tirabuzón rubio que le caía por la frente y me miró durante unos segundos. Un par de lágrimas brotaron de sus profundos ojos marrones e intentó contener un sollozo. 

 

- Lo siento, lo siento muchísimo, siento muchísimo todo esto. Y siento no haber venido hasta ahora.

 

Yo no sabía que decir, ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué me pedía perdón? 

 

- He estado al tanto de todo lo ocurrido y he preguntado por ti todos los días, Luis. Intenté sacar fuerzas de donde pude para venir pero no podía ni poner un pie fuera de casa. No podía perdonarme todo lo ocurrido, todo aquello fue una pesadilla y fue a dañar a quién menos lo merecía. Pero ¡por favor!, necesitas recordar ¡recuerda Luis! ¡recuerda quién eres! ¡recuerda que tienes una vida que vivir!

 

Mientras hablaba yo me adentraba más en mí mismo. No entendía que hacía aquella mujer allí. ¿Qué quería? ¿Qué intentaba? ¿Por qué me llamaba Luis como el resto? ¿Qué hecho no podía perdonarse? ¿En qué momento alguien con mi pasado podría haber tenido contacto con una señorita de aquel nivel?

 

- Tienes que recordar, siguió hablando, que solamente tú tienes la llave para desbloquear esto. Nosotros desde fuera podemos tirar de ti para que veas la realidad, pero tú tienes que girar el picaporte, abrir la puerta y salir de ahí.

Me empecé a poner nervioso, y sentí como mi corazón empezó a latir con más fuerza. La última vez que algo así ocurrió fue el día de antes, cuando me vi paralizado en la subida a la escalinata del palacete.

 

- Lo ocurrido aquel día ya pasó, pero no debes seguir dejando que te arrastre.

 

Mi cara torció el gesto y quise preguntar, ¿qué ocurrió? pero no pude, intenté balbucear algo pero ningún sonido salió de mi boca. Creo que mi gesto se forzó tanto que aquella mujer pudo ver en mi rostro lo que quería preguntar.

 

- Sí, cuando aquel hombre saltó. Tito, ¿lo recuerdas?

- ¡Tito soy yo! dije para mis adentros con todas mis fuerzas.

- Cuando aquel hombre saltó de la cornisa, se formó un gran revuelo. Creo que nadie esperaba que fuera a ocurrir pero ocurrió. Muchos salieron corriendo despavoridos, pero tú te quedaste allí, petrificado, te quedaste de piedra mirando aquel cuerpo inerte tumbado en la tierra. Intenté tirar de ti para salir de allí corriendo, pero no pude, tus miembros estaban agarrotados y no pude moverte. Tu ropa, tu cara y todo tu cuerpo estaba lleno de sangre y tu cabeza y tus ojos se quedaron fijos en aquel pobre hombre tirado en el suelo. No volviste a abrir la boca y no conseguimos que dijeras nada. 

El médico de aquí te estuvo mirando durante horas pero no consiguieron sacarte nada, y entonces, al ser tu acompañante, me pidieron permiso para internarte un tiempo y ver si podían encontrar una cura para tu dolencia. He estado pagando todos los tratamientos y tu estancia aquí desde aquel día.

 

- ¿Qué dolencia? Aquello que me contaba no me sonaba. ¿De quién hablaba? ¿Quién era aquel hombre que había saltado? Si hubiera vivido un suceso así, me acordaría, ¿o no? 

- Después de aquello, volví a casa y no salí. No podía dejar de pensar que si no hubiéramos venido a esa estúpida visita turística, tu seguirías estando bien y feliz viviendo tu vida. Pero todo cambio en un segundo, literalmente fue así. Ayer tuve la fuerza y el coraje de levantar el teléfono y llamar aquí para pedir una visita contigo, ver como estabas y pedirte, ¡por favor Luis! tienes que despertar de esta situación, tienes que recordar quién eres y tienes que ser consciente de la realidad.

 

- ¡Lo soy! Me decía a mí mismo, soy Tito, criado en Plaza Mamely y forjado en el Pasillo de Santo Domingo. ¡Esta es mi realidad! ¿Quién me dice lo contrario? ¿Cómo puedo cambiar la forma en la que veo el mundo, si es así como lo siento?

 

La mujer me miraba callada. Me miraba a los ojos fijamente sin parpadear como intentando escudriñar mi memoria. Yo le retiré la vista un par de veces, pero aquella mirada volvía a embaucarme.

 

- Por favor Luis, despierta, dijo susurrando. Tienes que ver la realidad, tienes una vida por delante, ¡tú vida! Quizás intentes vivir aquella vida que Tito no pudo ser capaz de soportar, no sé por qué, pero tienes que dejarlo ir. 

No te corresponde a ti vivir su vida, sino la tuya. Coge las riendas de tu vida, recuerda quién eres y deja que Tito respire tranquilo allá donde esté, ¡en paz!, pero tú debes volver con nosotros, por favor, por favor, por favor.

 

Seguimos mirándonos a los ojos fijamente, estaba como en trance intentando descifrar esa realidad que, según aquella mujer, era la mía, pero era una tarea estéril, aquella realidad se revelaba extraña para mí. 

 

Entonces, aquella mirada cambió, aquellos ojos llorosos de la mujer se tornaron felices y en el fondo pude ver algo que me era reconocido. Ese fuego interior, ese brillo infantil de una persona con ansias de vivir y de conocer cosas nuevas. Me cambió el gesto y ella se dio cuenta ¡seguro que lo hizo! porque su semblante cambió de inmediato.

 

- ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Por qué esa sonrisa?, me dijo.

 

Yo no estaba sonriendo, al menos yo no era consciente de ello. Miré tras ella y vi mi reflejo en el gran espejo de caoba. ¡Es verdad! ¡Sonreía!

 

Me miré a la cara, la miré a ella y me volví a mirar yo. No sé el qué, pero algo en mi interior se estaba despertando. Volví a perderme en la profundidad de aquellos ojos marrones, llenos de vida, de pasión y de ilusión por descubrir cosas. 

Quizás aquel fue el principio de una nueva vida, o el digno final de una vida pasada, que nunca pudo haber sido disfrutada plenamente.

(Relato)

OH

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